(CAPÍTULO I) (CAPÍTULO II) (CAPÍTULO III)
(CAPÍTULO IV) (CAPÍTULO V) (CAPÍTULO VI)
(CAPÍTULO VII) (CAPÍTULO VIII) (CAPÍTULO X)
CAPÍTULO IX
Esta mañana ha vuelto el recital de visitas. A las siete y media, una chica ha entrado como un rayo en el box y le ha gritado a Marcel.
—Señor, la máscara puesta. ¡Siempre!
El viejo ha abierto los ojos aturdido, y ha agarrado la máscara de oxígeno que descansaba plácidamente en su frente. La chica no me ha visto, pero yo también me he apresurado a subir mi mascarilla. Puede ser un acto negligente, pero me resultaba imposible dormir con ella puesta, sintiendo el calor de mi respiración y el dolor de las gomas en mis orejas. Recuerdo a Naranjito, el gordo de la sala de las poltronas, y le entiendo perfectamente, aunque no por ello le respeto. Cuando no aguanto más con la mascarilla puesta, descanso un rato de ella, pero siempre que tengo que toser la subo de nuevo, por consideración a mi compañero y a los que me cuidan.
A todo esto, estoy terriblemente cansado y ya han pasado las horas de tranquilidad. A las ocho, viene la enfermera del nuevo turno a mirarnos las constantes. A las ocho y cuarto, vienen a fregar el suelo y las puertas del box. A las ocho y cuarenta y cinco, los empleados de cátering nos dejan el desayuno en la mesilla. A las nueve y media, nos vienen a hacer la cama. A las diez, han venido a cambiarle los pañales a Marcel y he aprovechado para ir a la ducha. En cuanto vuelvo a mi cama y me dispongo a dormir un rato, comienzan a sonar las estridentes llamadas de los hijos y nietos del abuelo, que terminan por quitarme el sueño.
Durante una de esas conversaciones, dos doctoras y un médico entran para hacerme una visita. Me siento un marqués con tanta atención. Vuelvo a sospechar que mi situación es grave, aunque el antibiótico hace su efecto y cada vez me encuentro mejor. Por lo visto, he vuelto a dar negativo en COVID. O ya lo superé, o nunca lo tuve. Es una buena noticia, pues si sigo sin fiebre, podré volver a casa mañana mismo. Tengo que extremar mis precauciones, pero me veo con ganas de afrontar mi último día en el hospital.
Consigo dormir un rato largo y luego leo El Alquimista de Paulo Coelho. Me identifico con el pastor que protagoniza la fábula, porque al igual que él, me fijo en el aprendizaje de todas mis vivencias y procuro ser fiel a mi Historia Personal. Esta es, el camino que quiero seguir en esta vida, sin hacer caso del ruido y la conformidad, procurando desviarme solo cuando es preciso.
Mi atención se bifurca entre el libro y la conversación de Marcel, que ha recibido una nueva llamada. Se escuchan reverberaciones femeninas al otro lado del teléfono. La chica parece disculparse por haber llamado, pero Marcel la disuade de ello.
—No cariño, no te preocupes, si esta es mi terapia.
Inevitablemente, dejo el libro a un lado y vuelvo a la reflexión de anoche. Vuelvo a pensar en la situación de Marcel, alguien con todo hecho, con todo vivido, que ahora solo espera a que “el de arriba” se le lleve, y cuya única alegría, le es insuflada por las breves llamadas de sus familiares. Sus palabras transmiten el inherente desgaste de la rutina.
—Pues ahora estoy viendo una peliculita mientras espero la comida.
Después descansaré un rato, esperaré la cena y me iré a dormir. Pronto estaremos comiendo unas gambas en Palamós cariño. Gracias por llamar. Marcel cuelga el teléfono, se hace el silencio en la habitación, y queda él solo ante la tele, y las horas.
A veces habla solo entre murmurios ininteligibles, pero esta vez logro entender sus quejas.
—Y ahora qué? ¿Ahora qué? ¿Ahora qué? —repite susurrando.
Para mi el sentido es claro. Me viene a la cabeza mi abuela, que en estos tiempos de confinamiento llama más que nunca. Siempre cuenta la misma historia, de los chicos que ve jugar al pingpong desde la ventana de su salita.
En cuanto no tenemos más de lo que hablar, ella se despide, mientras piensa en otro tema al que aferrarse, para no tener que colgar.
—¿Y qué está haciendo tu padre? —pregunta por tercera vez. Y yo le respondo de nuevo.
—Papá está haciendo la cena. Ahora no se puede poner abuela.
En estos instantes, viendo a Marcel yaciendo lánguido en su cama, me convierto en un observador omnisciente de la soledad que un abuelo siente al colgar la llamada con su nieto. Es un buen recordatorio de la importancia de prestarles atención a nuestros seres queridos. Yo me siento bendecido por tener tantas personas preocupándose por mi, y me digo a mí mismo que, en el transcurso de mi Historia Personal, quiero guardar un sitio para todas y cada una de ellas.
(Demà 16 d’agost, la següent entrega.)
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