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CAPÍTOL XII
Esta mañana ha vuelto María, nuestra enfermera preferida. Marcel ha manchado la sábana de pis y ella ha venido para cambiar los paños y limpiar la ingle del abuelo, el cual se ha manifestado especialmente contento. En cuanto María ha bajado la sábana, Marcel ha sacado su repertorio de bromas.
—¡Qué piernecitas, parezco una cigüeña!
Y una vez limpio y seco, el entrañable viejo aún emitía sonidos de gozo y felicidad.
—¡Esto sí que es un buen despertar!
La bella María me ha mirado con picardía y ha salido con una sonrisa del box.
De nuevo han venido las doctoras para avisarme de que los resultados aún no estarán disponibles hasta mañana, así que debo tomarlo con calma. Me han auscultado de nuevo, y el crepitar en mi lado izquierdo seguía presente, aunque esta vez, en lugar de relacionarlo con la neumonía, lo han atribuido al crujir de mis huesos a causa de la delgadez. En ese momento he sentido algo de grima hacia mi físico.
En cuanto examinan a Marcel, las valoraciones son muy positivas. Le explican que ya hace tres semanas que está ingresado en Vall d’Hebron y están mirando cómo pueden adaptar su habitación en la residencia de ancianos, para que pueda seguir recibiendo las transfusiones de sangre.
¡Qué gran día para los dos, pues todo va como la seda!
Hoy estoy contento y en cuanto entro en el baño, noto que ya no me asustan las agujas ni el recipiente donde guardan el pis de Marcel. Es asombrosa la capacidad adaptativa del ser humano, así como el impacto de las emociones en la valoración subjetiva de nuestro entorno.
Eso no quiere decir que me haya vuelto descuidado. En cuanto dejo mi ropa sucia en el contenedor negro, lo hago como si depositara un barquito de papel en la superficie de un charco, ya que leí en un artículo que el movimiento de ropaje, dispersa el virus por el aire.
Después de la ducha, los enfermeros me esperan de nuevo para que Marcel pueda visitar el baño. Como hoy es un buen día, y él también está feliz, el abuelo se envalentona y llega al váter por sus propios medios, apoyándose a la pared y de nuevo, a los bordes de las camas. Pero no pasa nada, esta vez ya tengo la toalla lista para desinfectar.
Después de comer, Marcel ha subido el volumen de la tele, la cual tiene encendida catorce horas diarias. Por suerte tengo mis cascos, mi música y mis películas del oeste. Una mujer de unos cincuenta años entra en la habitación con una lista y un bolígrafo en la mano. Es la señora que se asegura de que todos los pacientes tengan el entretenimiento y atención necesarios. Si queremos un libro, ella se encarga de conseguirlo. Si un abuelo no tiene teléfono, ella se ocupa de que pueda hacer una video llamada con su familia. No lleva ni dos segundos en el box que la mujer se lleva las manos a la cabeza.
—¡Estáis sordos aquí!
Yo le digo que ya estoy servido y cuando se dirige a Marcel, el viejo responde con la habitual cara de escepticismo y los murmullos ininteligibles. Después de un par de intentos, la señora se dirige hacia mí y sale de la habitación riéndose.
—¡Está sordo el tío! ¡Necesitarás tapones!
De momento no los quiero, pues cuando Marcel no mira, le bajo el volumen de la tele con mi mando a distancia, y en cuanto se da cuenta, lo vuelve a subir. Estos días hemos estado manteniendo una silenciosa guerra de volúmenes, aunque el status quo siempre ha resultado favorable (al silencio).
Después de comer, las doctoras han vuelto a visitarme para darme una gran sorpresa. De las cuatro neumonías atípicas provocadas por bacterias, he dado positivo de Mycoplasma pneumoniae y mi cuerpo está luchando contra ella en estos momentos.
Por lo que respecta al COVID, no hay indicios de que lo esté padeciendo, aunque no están claros los datos referentes a los anticuerpos producidos por coronavirus. Las médicas lo atribuyen a una reacción cruzada con los resultados del micoplasma y confiesan que de los casos con los que tenían dudas, el mío era el de mayor contingencia.
Por lo tanto, mis sospechas se confirman y una vez más mi intuición no me ha fallado. Nunca he tenido COVID y mis precauciones no han sido en vano.
Me siento como un ninja que ha cruzado las desafiantes líneas enemigas y ha salido airoso en el proceso. Aun así, todavía no puedo cantar victoria. La doctora del bonito acento se encarga de recordármelo.
—Toca estar quince días encerradito en tu cuarto cumpliendo cuarentena. Eso si quieres seguir el protocolo y no poner en peligro a tu padre.
Me despido de las doctoras y les agradezco su labor. Me doy prisa para llamar a papá, me visto y recojo las cosas. Estoy pletórico, aunque una parte de mí no quiere volver a la normalidad —o anormalidad—, pues amo la creatividad de la vida y su capacidad infinita para deparar situaciones fortuitas, que rompen el mapa, gastan las botas, ponen flores y baches a lo largo del camino.
Mantengo una última conversación con Marcel antes de irme, y descubro que el piso en el que vivía antes de mudarse a la residencia, se encuentra en Vía Júlia, lo que me hace mucha ilusión porqué allí es donde vive mi querido abuelo de ochenta y ocho años. No puedo evitar sentir un leve paralelismo entre Marcel y él. Debe de ser la edad, que nos lleva a todos al mismo lugar.
Pongo mis cosas en bolsas de basura y una joven enfermera viene a recogerme. Ando hacia el umbral de la puerta y me doy la vuelta.
—Ha sido un placer conocerte, chico —dice el viejo, alto y claro.
—Igualmente Marcel, seguro que pronto estarás en Palamós comiendo gambas con tus nietos.
Parece que por fin nos entendemos. Él ríe y yo abandono la habitación. Creo que hasta le voy a echar de menos. Deseo con fervor que se recupere y que aún pueda exprimir sus últimos días de paseo.
De camino por los pasillos, me cruzo con un gordo que silba despreocupadamente, embutido en una silla de ruedas. Es Naranjito, que parece encontrarse mejor. Estoy tan feliz que me alegro de que ese zorro también se encuentre bien y no haya muerto ahogado bajo una máscara de oxígeno. Le quedaba mejor la camiseta naranja, pues la bata hospitalaria es presionada por su barriga y el holgado cuello le cae por debajo de los hombros, como si fuera una princesa en un baile de salón.
Cuando salgo a la calle por la puerta grande del hospital, parece que la épica se desvanece ante mis ojos y el tedio vuelve a mí. Aun así, tengo la sensación de salir de prisión con mi saco de pertenecías, dispuesto a comenzar una nueva vida, con todo por hacer y mucho que esperar. Será agradable llegar a casa. Será divertido ver el protocolo que papá ha montado para desinfectarme. Será maravilloso compartir mi experiencia con todos mis amigos.
Siento una enorme gratitud por los cuidados recibidos. No es un trabajo fácil, el de todas estas personas que se encargan de dar voz a la salud.
Tampoco lo es, ser un paciente en estos tiempos extraños y revueltos, de caos y egoísmo, de gloria y virtud.
Veo una calva saliendo de un todoterreno negro, y mis pies andan antes de que mi cabeza entienda, que mi padre ha llegado y es hora de irse. Subo mi mascarilla acorde con el protocolo, y me preparo para la incertidumbre, pues los siguientes días confirmarán si llevo el bicho dentro o si el papel de váter es realmente un bien precioso en estos de días de higiene y prudencia.
FIN