(CAPÍTULO IV) (CAPÍTULO V) (CAPÍTULO VI)
(CAPÍTULO VII) (CAPÍTULO VIII) (CAPÍTULO IX)
(CAPÍTULO X) (CAPÍTULO XI) (CAPÍTULO XII)
CAPÍTULO I
Este es uno de esos momentos que no esperas, que nunca pensaste que entraría en tus planes, que de ninguna forma podría ocurrirte a ti, porque, aunque no creas en Dios, él te quiere y nunca permitiría que pasara algo así. Como humilde beneficiario de su omnipotencia, pensaste que, sin vacilación alguna, pasarías por la adversidad
como cóndor sobrevolando el valle, al impetuoso batir de sus alas; o quizás como funambulista a través del vacío, al filo de un tenso cable; o más bien como náufrago sobre el abismo, asido a una podrida madera de olmo.
De súbito, te conviertes en uno de esos numeritos que cada día salen por la tele; te sumerges en ese mar de datos que llevas días observando fluctuar: infectados, defunciones, altas hospitalarias. En cuanto te das cuenta, la marea ha llegado al confortable sofá de tu casa y te ha llevado a la aséptica cama de un hospital. Pasas de esperar nada a esperarlo todo, y tu vida da un giro hacia la ansiedad de lo incierto y hacia la emoción de lo desconocido. Te vuelves tan insignificante como siempre lo has sido y te das cuenta de lo que de verdad importa: la salud; el cariño. Tus habituales preocupaciones pasan a formar parte de una vida anterior, lejana y vaporosa. Tu día a día se convierte en una lucha y tus dudas sobre lo que haces en este mundo se desvanecen. Solo te queda un objetivo en la vida: sobrevivir.
Así me siento cuando los médicos examinan mi radiografía y rápidamente me envían al hospital de Vall d’Hebron para hacerme unas pruebas. Tengo neumonía y sospechan que el causante sea el coronavirus. Hace ya doce días que empezaron la tos y la fiebre. Al principio dudé que fuera COVID, pues ya llevaba dieciséis días confinado en casa y nadie a mi alrededor mostraba síntomas. Pero fueron pasando los días y todo seguía igual.
Empecé a temer que la posibilidad de contraer el virus se hubiera hecho realidad. Llamé al teléfono de emergencias y me dijeron que el doctor contactaría conmigo en un par de días. Pasó el tiempo y no recibía noticias de él. Llamé de nuevo. Me pusieron a la espera para hablar con un profesional. Se puso al teléfono una enfermera. Le expliqué mi situación y transmití mi preocupación. La chica, quizás algo inexperta, me indicó seguir en casa, chutándome medicamentos, estando alerta por si los síntomas se agravaban. Llevaba ya diez días así, pero seguí esperando a que el doctor llamara, con la esperanza de tener una segunda opinión más certera. Hacia esas fechas, mi amigo David había estado enfermo de COVID y tuvo fiebre durante dos semanas. Su madre estaba ahora ingresada en Vall d’Hebron a causa del virus. Sus síntomas se habían agravado al superar el séptimo día de enfermedad, algo común en los casos graves. “Al igual que mi amigo David, al superar las dos semanas me pondré bien”, me dije a mí mismo.
Pero al duodécimo día, todo seguía exactamente igual. Me sentía mentalmente exhausto, físicamente molido. Había perdido el apetito, me despertaba sudado en medio de la noche y ya no me quedaban fuerzas para andar. Estaba en casa de mi padre y durante todos esos días no le había comunicado mis dolencias a mamá. Quería ahorrarle las preocupaciones, pues suficientemente tenía ella con sus problemas. Pero la verdad parecía llamar irremediablemente a la puerta. Ya no podía retenerla por mucho más, así que llamé a mamá y se lo comuniqué. Como era de esperar, su voz se debilitó por la angustia y sus palabras se volvieron graves. Me reprochó no habérselo dicho antes, pero también se mostró dulce y comprensiva. Le dije que yo mismo llamaría al hospital del distrito después de colgar el teléfono. Así lo hice y me indicaron que el doctor llamaría esa tarde. Esta vez sí que parecían ir en serio. Después de comer, me llamaron del ambulatorio, pues mi madre se había anticipado a la llamada del doctor, y aprisa, me hicieron salir de casa para ir a hacerme la radiografía.
En un parpadeo, me hallo en Vall d’Hebron con mi padre. Entramos en el edificio principal y cuando nos disponemos a cruzar el pasillo, un guardia nos barra el paso.
—Si vais a urgencias tenéis que dar la vuelta al edificio. El fondo del pasillo ya es zona COVID. Podríais infectaros.
Un escalofrío recorre mi cuerpo. Observo el fondo del corredor y siento una amenaza invisible acechando al otro lado. Solo se vislumbra una blanca luz de fluorescente, una silla de ruedas vacía y una mesa llena de artilugios médicos. Me vienen a la cabeza escenas de películas de zombis y hospitales abandonados. En este momento deseo no haberlas visto.
Salimos del edificio en silencio y subimos por una cuesta asfaltada a la derecha del mismo. Siento como si los pulmones me fueran a estallar. Hacía días que solo me levantaba para ir al baño y a la cocina, y ahora cualquier grano de arena se me hace una montaña. El hospital tiene un aspecto apocalíptico. No hay rastro de vida por las calles. Puedo sentir las almas de los enfermos sufriendo a través de los bloques de ladrillos.
Al llegar al final de la cuesta, entre jadeos y dolores, vislumbro una caravana de ambulancias aparcadas que se alinean en dirección al departamento de urgencias. Un grupo de trabajadores fuman en la salida durante su merecido descanso. Otros no encuentran el ánimo para ello y yacen extenuados sobre la hierba, bajo los últimos rayos de luz solar. La escena es extrañamente bella, pero arrebatadoramente desoladora.
Sólo hay dos pacientes en la sala de espera, equipados con guantes y mascarillas. Siento ganas de toser e intento reprimirlas sin éxito. Aunque también voy protegido, no quiero que cunda el pánico en la sala. No quiero sentirme como un apestado. Mi pecho carraspea violentamente y miro a mi alrededor. Nadie mira hacia mí, pues seguramente ya estén infectados.
Reflexiono sobre mi situación y mi intuición me sigue diciendo que no puedo haber pillado el virus. Mi padre ya me lo decía, —vas muy fresco por casa, tienes que abrigarte—, —no te has secado bien el pelo al salir de la ducha—, y la verdad es que tenía razón. Tengo asma y soy sensible a los cambios de temperatura. No debería haber sido tan negligente, pero ahora ya es tarde. Seguramente una bronquitis se haya convertido en una neumonía por no haber visitado el médico a tiempo. Y ahora nuestros temores se han hecho realidad. Nos hemos visto obligados a ponernos en riesgo para venir al hospital. Mi padre tiene sesenta y dos años, es asmático y fumador. Además, se encarga de cuidar a mi querida y valetudinaria abuela de noventa y un años. Si el virus nos alcanza, tendremos un gran problema.
Con estos pensamientos en la cabeza, entro en la consulta. Papá pregunta si puede acompañarme, pero le dicen que no debería estar aquí. Es peligroso para él y, además, los resultados de mis pruebas van para largo. Me sonríe y me da mi mochila. Ya vine preparado por si tenían que ingresarme. En esta vida uno siempre tiene que estar preparado para lo peor. En esta ocasión, pasarían días hasta que viera a mi padre de nuevo.
(Demà diumenge 18 de juliol, la següent entrega.)
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