(CAPÍTULO I) (CAPÍTULO II) (CAPÍTULO III)
(CAPÍTULO VII) (CAPÍTULO VIII) (CAPÍTULO IX)
(CAPÍTULO X) (CAPÍTULO XI) (CAPÍTULO XII)
CAPÍTULO V
Fuera llueve con rabia. El negro gris del cielo emblanquece por momentos, pues el amanecer llega filtrado por las nubes. Una de las chicas mira por la ventana. En frente del hospital hay un pabellón donde alojan el exceso de pacientes contagiados. Acabamos de superar la cresta de la ola, pero aún falta mucho para llegar a la orilla.
La marca Donuts ha tenido la cortesía de regalar el desayuno a los médicos, y la enfermera tiene la amabilidad de ofrecernos uno, a mi compañero y a mí. Siento felicidad por algo tan trivial como un bollo perforado.
La chica acopla un tubo en mi vía y noto el fresco fluir de un fármaco por mis venas. Siento un gran alivio, pues la droga actúa rápido y su analgesia me adormece. Parece que por fin podré descansar.
Silencio en la habitación. Cierro los ojos y me hundo en la placidez del momento. Se abre el cielo y suenan ángeles correteando por las nubes, palpando su gracia a cada salto. Gorriones aletean al son de sus pasos y traen donuts en sus picos, que caen sutilmente en las manos de sus destinatarios. Son ofrendas del mismísimo Dionisio, dios del vino y de la vida, como recompensa por sus servicios de tutela a los humanos, en constante guarda de sus males. Uno de los ángeles se aparta del grupo para abrir su donut en privado. Tira del plástico del envase y retuerce su cuerpo con ímpetu, pues la fuerza de sus dedos no basta para abrirlo. Con la otra mano aprieta el recipiente para tener mejor agarre, mientras el plástico asfixia el bollo, emitiendo unos ruidos irritantes.
Abro los ojos y miro a mi derecha. Mi compañero intenta abrir su donut sin éxito, pues está tan débil que sus brazos no responden. Al cabo de poco desfallece y se da por vencido. De nuevo me desvelo y me rindo a los pies de la vigilia.
En unos minutos, una de las enfermeras toma mis constantes de nuevo y llena dos recipientes con mi sangre. Mientras el tubo se tiñe de rojo, vuelven los sonidos de plástico en retorsión.
—Marcel, ¿eres diabético?
Los ruidos no cesan.
—¡Marcel!
—¿Eh?
—¡Que si eres diabético!
El viejo Marcel emite unos gruñidos ininteligibles y sigue forcejeando con el envase.
—Joder, no puede ser que Mari vaya dando donuts a un diabético. —murmura la enfermera en voz baja, quejándose de su compañera.
Al cabo de un rato, Marcel conseguirá que un camillero le abra el bollo, el cual morderá con garra, para acabar dándose cuenta de que no es de su agrado.
Podré descansar durante una hora, hasta que vuelva el tráfico a mi habitación. Una mujer desinfecta el suelo con una mopa y las puertas con un trapo. Presta especial atención a las manillas, pues son un nido de microbios. Otro empleado de la limpieza ha venido para hacer mi cama y me pregunta si quiero jabón y toalla para ducharme. Me hallo tan aturdido que me lo quedo mirando. Él se apresura a repetir.
—¿Quieres que te haga la cama?
Sigo sin conectar el porqué ese hombre quiere sacarme de mi catre y cambiar las sábanas, si tan solo hace un rato que he llegado.
—Bueno, te dejo la toalla y la esponja en el baño. Ya pasaré más tarde.
Mientras tanto, dos enfermeros ponen de lado a Marcel para mirar el estado de sus pañales y para ello han tenido que quitarle la mascarilla. Ahora, el pobre hombre, apunta desnudo hacia mí, con tan mala suerte, que el cambio de postura le hace toser. Sufro un sobresalto y me cubro sutilmente con la sábana, pues no sé a qué distancia puede llegar el virus propulsado por la tos. Si ha llegado a alcanzarme, no creo que lo haya esquivado, pero la posición defensiva al menos supone un placebo para mí.
Aparto mi mirada por educación, pues dudo que Marcel se sienta a gusto viendo cómo alguien le observa mientras un enfermero le limpia el culo.
El baño queda enfrente de mí. Los sanitarios entran y salen, como si fuera su base de operaciones. Observo cómo vierten una parte del orín de Marcel en un recipiente hermético, sujetándolo por encima de la pica. Luego vacían el resto en el váter. Dejan el orinal en la mesita de noche y se quitan los guantes, bajo los cuales se esconden nuevas capas. De esta forma, no tienen que exponer sus manos al contacto de las superficies, y cada vez que tocan algo, van preparados para lanzar las protecciones y usar otras de inmediato. Antes de salir del box, la mayoría de personas se frotan con gel hidroalcohólico que pende de un soporte en la pared del lavabo.
Esta habitación da la sensación de estar mejor aislada que la anterior. Las paredes son robustas, de un verde neutro color papilla. Entre las dos camas, hay un cubo negro con la pegatina de “precaución por riesgo biológico”, que hace la función de contenedor para desechos. Dentro del baño, hay otro igual que se usa para la ropa sucia. Cualquier cosa que entra en la habitación, acaba en esos u otros depósitos de apariencia similar.
Una enfermera entra en el cuarto para sacarme sangre de nuevo. Mientras busca una vena donde clavar la aguja, Marcel se incorpora para ir al baño.
—¡Marcel, no puedes levantarte!
El anciano gira su cabeza y clava sus ojos en ella. Se estira de nuevo y se queda mirando al techo, respirando.
—¿Qué, te has enfadado Marcel? —ríe amistosamente la chica.
Yo le devuelvo mi risa bajo la mascarilla. No me he dado cuenta de que Marcel se haya disgustado. Parecía que no fuera consciente de su situación, pero la enfermera lo tiene muy claro.
—Él ya sabe que no puede levantarse. Podría hacerse daño.
Efectivamente, conocen bien al viejo. Unas horas más tarde, durante una llamada con su hijo, Marcel expresará su enojo por no poder ir al baño por su propio pie. Le iría bien andar un poco, pero lo primero es hacer caso de los médicos. También le explicará que se encuentra bien, aunque esa noche ha estornudado, ni más ni menos, que quince veces. Ah, y ya tiene nuevo compañero de habitación. Se llama Jordi, como su nieto.
Yo me he despertado a causa del tono de llamada de su móvil. Es un timbre de teléfono antiguo, de esos que en las pelis fastidian a los inspectores de policía, y a sus mujeres, en medio de la noche. El volumen está extremadamente alto, pues, como pronto comprobaré, Marcel está sordo como una tapia.
En cuanto acaba de hablar con su hijo, ve que estoy despierto y nos presentamos oficialmente, aunque ya conocemos nuestros nombres. Le pregunto por el motivo de su ingreso y me dice que lleva desde agosto en el hospital. Cuesta un poco aclararse con él, pues no se entera mucho cuando hablo. Estamos en abril, tres meses después de que empezara la pandemia, pero él cuenta su historia como si el virus le hubiera alcanzado hace meses. No logro atar cabos hasta más adelante en la conversación.
Por lo que entiendo, durante el verano pasado, Marcel cenaba tranquilamente con su familia en un chalet de Palamós, cuando empezó a encontrarse mal. Perdió el apetito y cada vez se sentía más débil. Los médicos le diagnosticaron anemia y desde entonces ha estado ingresado en todos los hospitales de Barcelona. Ha adelgazado veinte kilos y, por lo que él cuenta, pierde sangre a través de la columna vertebral. Esta semana ya lleva ocho bolsas de sangre trasfundidas. Por si esto fuera poco, hace tres semanas se infectó del coronavirus y ahora ha contraído una neumonía. Su corazón sufre un sobresfuerzo, pues se ve obligado a bombear más sangre para compensar la falta de oxígeno en ella. Su riesgo de paro cardíaco es más elevado de lo normal, puesto que también sufre arritmias.
“A este pobre señor le caen todas las desgracias”, pienso mientras Marcel coge el mando a distancia. Le he hecho varias preguntas, pero en lugar de contestar, me da la razón y se pone a ver la tele. Yo me quedo mirándolo con cara de póker. No me queda claro si no me ha oído, o no ha querido hacerlo.
(Diumenge 2 d’agost, la següent entrega.)
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