(CAPÍTULO I) (CAPÍTULO II) (CAPÍTULO III)
(CAPÍTULO IV) (CAPÍTULO V) (CAPÍTULO VI)
(CAPÍTULO X) (CAPÍTULO XI) (CAPÍTULO XII)
CAPÍTULO VII
Me hallo en mi cama, en posición erguida y huelo a sudor medicamentoso. No aguanto más con la mascarilla puesta, ya que es de un solo uso y llevo horas respirando en ella. Su tufo empieza a ser hediondo y la tirantez de las gomas parece que vaya a cortarme las orejas.
Siento que ya he tenido suficiente de todo esto y me quiero ir a casa, pero luego pienso en Marcel. Lleva seis meses ingresado. A su edad, y con todos sus achaques, debe ser durísimo para él. Si él aguanta, ¿cómo no voy a hacerlo yo?
Pienso en la peculiar discreción de la salud, algo que suele estar presente, pero que solo sentimos por su ausencia. Solo he recordado esta paradoja las veces que he caído enfermo, pero esta vez, y de ahora en adelante, prometo tenerla presente para no darle trabajo a mi ángel de la guarda.
Nada de salir con el pelo mojado del baño; nada de no ir abrigado por casa; se acabaron los catarros innecesarios.
De súbito, suena una voz electrónica a través de la pared y Marcel se pone a hablar en alto.
—¡Necesito ir al baño!
La enfermera entra rápido en el box, vestida como si estuviéramos en una central nuclear y con un orinal de grandes dimensiones entre las manos. Se lo ofrece al abuelo, que ha sacado las piernas por el borde la cama y ahora se hace el loco.
—Necesito ayuda para levantarme.
—Marcel, ya sabes que no puedes moverte de la cama. Toma el orinal.
—¿No puedo ir solo al baño?
—No, pero tranquilo que ya te ayudamos nosotros.
—Pero es que me da vergüenza…
Me siento mal por el pobre Marcel. Un hombre de su edad y su clase no debería tener que pasar por esto. La chica mira a su alrededor en busca de una cobertura que le dé privacidad.
—Vaya, no sé qué ha pasado con las cortinas. Están arrancadas en todas las habitaciones.
Efectivamente, donde antes había una cortina, ahora solo queda un raíl y unas anillas. En una esquina de la habitación hay un biombo, pero no sirve de nada, porque una de las ruedas está rota y no entra en la pata. Marcel se ve obligado a evacuar delante de mí, estirado en su cama. Me hago cruces de lo que está sucediendo.
Entonces me viene a la cabeza un artículo que leí la semana anterior, sobre un nuevo virus que está causando estragos en China. Se llama hantavirus, pero no es tan preocupante como el corona, ya que se transmite a través de la inhalación de las heces. Me aterra la idea de que el SARS también pueda alcanzarme así, pues la enfermera se ha vestido para la ocasión y yo me siento completamente desnudo.
Mientras Marcel se resigna a la situación con evidentes reparos y levanta su trasero haciendo fuerza con sus temblorosas rodillas, yo me aprieto la mascarilla y me cubro con la sábana. Creo que es la peor posición que he visto nunca para hacer de vientre, pues va en contra de cualquier ley de la naturaleza. Aparto la mirada, para crear un presunto y tosco clima de privacidad, mientras Marcel se pone al lío. Yo rezo para que esto acabe pronto y el hedor no llegue a mí.
Al cabo de unos segundos, ya no sé distinguir si el tufo proviene de mi sudor o de las prácticas de mi compañero. Bajo mi mascarilla a la altura de la boca y no huelo nada. Todo era fruto de mi imaginación y Marcel me lo confirma.
—Mucho ruido y pocas nueces —dice apartando el orinal y dejando caer su peso encima de la cama. “¡Qué cachondo!”, pienso aliviado.
Pero esto solo sería la calma que precede la tormenta, pues después de cenar, Marcel saldrá exitoso de un segundo intento, que dejará una fétida fragancia impregnada por toda la estancia.
(Demà 9 d’agost, la següent entrega.)
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