(CAPÍTULO I) (CAPÍTULO II) (CAPÍTULO III)
(CAPÍTULO IV) (CAPÍTULO V) (CAPÍTULO VI)
(CAPÍTULO VII) (CAPÍTULO VIII) (CAPÍTULO IX)
CAPÍTULO XI
Llega la hora de comer y nos despiertan. Brócoli y butifarra. Me recuerda a las grandiosas barbacoas de verano; al sol, a los amigos y la cerveza. Ya he recuperado mi apetito y me pongo contento con tales delicias.
Pero al otro lado de la cama, Marcel se incorpora débilmente para revisar
lo que le han traído. Gruñe y habla solo; parece que le cuesta abrir el paquete de cubiertos. De repente se levanta, no sin cierta dificultad, y murmura.
—Cojones, cojones.
De espaldas a mí, frente a la mesilla de noche, y a la altura de su comida, agarra el orinal y se pone a mear entre jadeos. Cada movimiento parece una jugada de ajedrez. El tubo que le administra el suero siempre se encuentra en el lado equivocado de la cama y supone un tormento tener que pasarlo por debajo suyo. Puedo ver su sufrimiento. Más del que imagina su familia a través del teléfono. Más del que ven los enfermeros cuando entran a socorrerle. La vejez es la verdadera enfermedad del siglo XXI, y la gran silenciada.
A las ocho de la tarde, Marcel ha tenido una pequeña disputa con el enfermero, un tío calvo y serio que parece más bien un sargento, pero que paradójicamente es el que más se preocupa por nosotros, de una forma muy paternalista. Me pregunta cuántas veces he ido al baño o cuál es el color de mi pipí. Yo le digo que es muy claro, y así no me obliga a beber más agua.
En cuanto le ha dado a elegir el sabor del batido de vitaminas al abuelo, Marcel ha sido tan claro como siempre y ha emitido unos gruñidos. Empiezo a entender su lenguaje. Básicamente, aquí está diciendo que no ha entendido un carajo.
El enfermero no lo conoce, por lo que no ha tenido tanta paciencia. Tras el segundo intento, ha desistido.
—Señor, le elijo yo el sabor, pero después no se queje si no le gusta. Una vez entra el alimento en la habitación, existen dos caminos, a la boca o a la basura.
Como era previsible, el batido ha acabado en la basura.
Después de la leve contienda, Marcel ha recibido una de sus ensordecedoras llamadas a las que responde con su frase icónica.
—Buenas tardes, ¡hable!
Lo escucho hablar y pienso en que realmente es un tío divertido y entrañable. Lamento que ni tan solo pueda recibir visitas.
Le explica de nuevo a su nieta sus rutinas, la cena y la merienda, y en cuanto cuelga, tengo la oportunidad de conocerlo un poco más.
Me cuenta cómo dejó de fumar. Un buen día, estaba en la cena de Navidad y le dijo a su familia.
—¿Sabéis qué? Creo que lo dejaré.
Dejó el tabaco y las cerillas encima de la mesilla de noche y ya no los volvió a tocar jamás.
También me cuenta cómo en sus tiempos fue un perito textil, que vendía todo tipo de artículos a lo largo de la península y más allá de los Pirineos.
Pero de lo que más orgulloso está es de su televisión de cincuenta pulgadas, que le espera en el geriátrico de Gracia en cuanto todo esto acabe. Hace solo unas semanas que se mudó allí, porque ya no podía cuidar de sí mismo, pero parece que está contento con su nuevo hogar.
Los días de estrés e insomnio hacen mella en mi cansancio y por fin puedo dormir en paz; no sin antes escuchar a Marcel hablando en sueños. Ni tan solo en fase REM se apagan sus murmullos.
—No me toques la jubilación. ¡Sí, hombre!
El misterio de sus preocupaciones se hace menos opaco ante un noctámbulo como yo. En el mundo en que vivimos, nuestros secretos no están a salvo ni siquiera en el calor de la almohada.
(Demà 23 d’agost, la següent i darrera entrega.)
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