(CAPÍTULO IV) (CAPÍTULO V) (CAPÍTULO VI)
(CAPÍTULO VII) (CAPÍTULO VIII) (CAPÍTULO IX)
(CAPÍTULO X) (CAPÍTULO XI) (CAPÍTULO XII)
CAPÍTULO II
Con cierto esmero, les explico mi caso a las doctoras, que examinan mi radiografía con atención. En cuanto acabo, y sin hacer ninguna pregunta, llaman a una enfermera, que me acompaña por los pasillos del hospital.
Una vez más se demuestra que uno no puede engañar el insoportable peso del destino. Me hallo dentro de la temida zona COVID.
Los pasillos están repletos de camillas. La mayoría están vacías, pero hay algunas donde yacen cuerpos lánguidos en convalecencia, que respiran oxígeno bajo una máscara empañada.
Llegamos a una sala circundada por sillas y butacas de ruedas. Varios pacientes permanecen tumbados de forma alterna, evidenciando el vacío de la distancia entre ellos. La enfermera me indica dónde debo sentarme. Pocas veces en mi vida me he sentido tan alerta. Toda superficie y todo contacto implican un gran riesgo para mí. Dejo caer mi cuerpo sobre una butaca y paso a ser consciente de todos mis movimientos. Dejo la bolsa en mi regazo, evitando tocar el suelo, y preparo el gel antiséptico en el bolsillo del chándal. Escucho música en mis cascos y no puedo evitar sentir una cierta excitación por la aventura que se presenta ante mí. Siempre he sido una persona muy curiosa, amante de las nuevas experiencias, y aunque esté enfermo y los riesgos no sean pocos, todo esto me resulta apasionante.
Puesto que el hospital debe estar colapsado, me preparo para pasar horas esperando en la sala de espera. Para mi sorpresa, en menos de cinco minutos la enfermera me llama para hacerme varias pruebas. Antes que nada, la sanitaria pasa un trapo húmedo por la parte superior de mi antebrazo e hinca una vía en la vena mediana del codo, anticipando mi pernoctación en el hospital.
Seguidamente me toma un electrocardiograma, una analítica y un frotis, también conocido como PCR. Ésta última es la prueba más desagradable, pues consiste en introducir un bastoncillo de oídos hacia lo más hondo de mi orificio nasal, y hurgar hasta que sientes como si frotaran tu cerebro con una punta de algodón. Después me restriegan otro palito por la garganta e irremediablemente toso, cubriéndome el rostro con la camiseta y procurando no pulverizar mi saliva por toda la habitación.
El objetivo de la prueba es colectar suficientes segregaciones como para ver si contienen trazas del virus, pero los resultados aún tardarán varias horas. De vuelta a la sala de butacas, me dispongo a sentarme cuando escucho mi nombre por megafonía. “Debo estar bien jodido”, pienso, “pues estoy pasando por delante de todos los pacientes de la lista”.
En consulta, la médica me ausculta e imagino los sonidos de mi cuerpo a través de sus oídos. No me resulta difícil, puesto que siento los crepitares del aire que entra en mis pulmones. Cuando la campana del estetoscopio llega a la parte baja de mi pulmón izquierdo, soy muy consciente de que la doctora dejará quieta su mano y me hará respirar profundamente dos veces.
Así es. Se escuchan silbidos en esa zona, aunque según ella dice, la radiografía muestra que la parte afectada se halla en el lado opuesto del tórax. Éste es uno de los singulares fenómenos que la hacen sospechar acerca de una posible neumonía atípica provocada por coronavirus. La doctora se queda más tranquila al ver que mis constantes vitales están bien. Aun así, la placa es fea, por lo que tal como esperaba me veré obligado a pernoctar en el hospital.
Se me hace extraño ver las caras cubiertas en las personas. Las mascarillas son un engendro para la belleza natural de las facciones. La ausencia de expresiones me deprime. Es increíble la capacidad que tienen las sonrisas para boicotear nuestras emociones y hacernos sentir bien. Alguien te puede estar mintiendo y te engañará con el simple gesto afable de una línea dibujada en su rostro. Pero en su lugar, la mirada nunca miente, y los ojos penetrantes que me escrutan de frente, lejos de transmitir esperanza, anuncian una honda aflicción. Siento que lo peor aún está por llegar.
La doctora me da un pote donde expectorar flema para su análisis y me manda de nuevo a la sala de las poltronas. Recojo mi mochila, que había depositado cuidadosamente sobre el tapiz del asiento, y dejo caer mi cuerpo sobre él. Mis compañeros de sala, permanecen silenciosos en sus localidades. Lasos y macilentos, presos del hastío, parecen la misma persona en distintos cuerpos. Cabezas gachas y frentes sobre puños prevalecen en la composición de la escena. A mi izquierda, un señor árabe acompañado de su hijo adolescente mira de reojo hacia la puerta, hipnotizado por el vaivén de sanitarios en el pasillo. Más allá, una mujer pálida roza la setentena con evidentes achaques de salud. Enfrente de mí, a varios metros de distancia, una chica joven y rechoncha rompe el silencio expectorando en su pote de flema. Pareciera que en cualquier instante fuera a escupir un órgano, pues se vale de fuerza bruta para extirpar el esputo de sus vías respiratorias. Yo levanto mi pote y lo miro, como diciéndole:
—No esperes semejante entrega por mi parte.
Al cabo de unos segundos, escucho el sonido seco y rimbombante del gordo cuerpo de un hombre cayendo sobre una butaca. Ha elegido el peor asiento, pues sus piernas cuelgan y su espalda cae diagonalmente hacia atrás, como si lo abdujera un ovni. Incluso el personal médico le advierte de que se ha subido en un asiento muy alto, que estaría más cómodo en otro sitio. Él hace caso omiso, pues parece sentirse a gusto, pero su camiseta naranja ha quedado levantada por la presión gravitatoria de su barriga y parece un globo embutido en la pica de un baño. No me importa tener pensamientos tan mezquinos, pues ese hombre calvo de brazos tatuados, se pone a ver vídeos con el volumen por todo lo alto, como si estuviera en el sillón de su casa. Detesto a las personas tan poco consideradas y faltas de educación. Unos pocos segundos demuestran que no me excedo en mis juicios, pues pronto un enfermero llamará la atención del hombre por haberse bajado la mascarilla a la altura de su boca, dejando su nariz al descubierto y poniendo en peligro la seguridad de los presentes.
Mientras Naranjito se sube la careta, la mujer de los achaques empieza a gemir desde la esquina opuesta de la sala. Al borde del desmayo, grita a los sanitarios para que vengan a socorrerla y empieza a sufrir arcadas mientras inclina su cuerpo por encima del respaldo del asiento. La enfermera actúa con rapidez, dándole un contenedor para vomitar que tiene la divertida forma de un sombrero invertido. Antes de que suene el sonido de tuberías en regurgitación, la médica habrá tenido tiempo de ir a por el medicamento y gritarle a Naranjito que debe subirse su mascarilla, pues ese gordo zorro se la ha bajado de nuevo. Él contestará con descaro y condescendencia, con un —Sí señora, ya lo sé—, para subírsela de nuevo y seguir ahogándose en su propio oxígeno.
(Dissabte 25 de juliol, la següent entrega.)
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