(CAPÍTULO I) (CAPÍTULO II) (CAPÍTULO III)
(CAPÍTULO IV) (CAPÍTULO V) (CAPÍTULO VI)
(CAPÍTULO VII) (CAPÍTULO VIII) (CAPÍTULO IX)
CAPÍTULO X
A altas horas de la noche, Marcel volverá a encender la tele. Esta vez no me pilla desprevenido, pues estoy viendo una peli en el móvil. Estoy nervioso, ya que lo más seguro es que mañana vuelva a casa.
A la una y media enciende la luz. Se levanta de su cama y me da la espalda. Lo observo deslumbrado, y escucho gemidos de un placer dificultoso. Está haciendo uso del orinal, con evidentes problemas de próstata. Murmura un rato, luego cierra la luz y se pone a dormir.
Escucho el sonido de la ventilación, de la bombona de oxígeno de Marcel y de burbujas estallando detrás de él, dentro de un contenedor de agua. Recuerda al sonido que emiten las peceras. Normal que le haya dado por mear al pobre viejo.
Hasta las tres de la madrugada no lograré dormirme.
Vuelvo a levantarme hecho polvo. Si el insomnio mata, debo estar cerca. La enfermera está en la habitación y le habla en voz alta a Marcel, intentando traspasar el cemento en sus oídos.
—¿Cómo tienes el pañal?
Marcel balbucea, rezonga, no se le entiende nada.
—¿Cómo tienes el pañal Marcel?
Ella sigue repitiéndose y el abuelo sigue emitiendo sonidos sin aparente sentido, pero que en el idioma universal de los recién levantados significan:
—¡Déjame en paz y no me toques los cojones!
Después de la oleada rutinaria de visitas, Marcel ha encendido la tele y en todos los canales hablaban del coronavirus y de la primera fase del desconfinamiento. Estoy bastante harto de ello y me he puesto a dormir, pero he desistido en cuanto el abuelo ha puesto la teletienda a un volumen exorbitado, y aunque lo he bajado con mi mando a distancia, he tenido que soportar quince minutos de anuncio sobre el fabuloso Reshakim Pro, un utensilio tan prodigioso que hace lasañas en siete minutos. Para pasar el rato, he contado el número de veces que repetían el nombre del producto a lo largo del spot. Ochenta y siete veces, ni más ni menos. Pero lo que más me ha divertido, ha sido el eslogan.
—¡Hace ya un tiempo que la comida sana y equilibrada se ha vuelto a poner de moda!
Sí señor, en cuanto llegue a casa me pondré a comer espárragos y así me pondré al día. En cuanto ha empezado un nuevo anuncio, me he ido a duchar.
Al salir del baño, dos enfermeros estaban esperando a que yo terminara. Marcel se ha salido con la suya y podrá levantarse para hacer de vientre.
Aún está débil, por lo que necesita ayuda. Mientras un enfermero le coge de la sobaquera, el otro le sujeta el pañal desde detrás, pues está tan delgado que resbala de sus muslos. Marcel anda como un Playmobil después de pasar tantos días en cama. El entumecimiento de sus extremidades es ostensible, pero su pequeña revolución ha sido todo un éxito. En cuanto lo sientan en la taza del váter, los sanitarios salen del baño y el viejo puede sentir la tranquilidad inherente a la privacidad ganada, y la incipiente restauración de una autonomía muy soñada.
Mientras Marcel saluda a los ángeles, me levanto de la cama para echar un vistazo por la ventana, que queda en el lado de mi compañero y da a la parte frontal del edificio. El paisaje es espléndido, pues abarca la mayor parte de una Barcelona libre de nubes tóxicas y aglomeraciones. En lontananza, el mar se ve claro y brillante bajo el sol de primavera. Es la primera vez del año que lo veo, aunque sea a través de un cristal. Ya no tengo fiebre y cada vez me siento mejor.
—Has elegido un buen día para mirar por la ventana.
El enfermero que se ha quedado en el box para supervisar, parece sonreírme bajo su mascarilla. Aprovecho para tener una conversación cercana con alguien que ha estado en primera línea, a lo largo de estos días de caos y gloria para la profesión.
Me cuenta que ya están todos más tranquilos, pero que dos semanas antes fue un infierno. No disponían de suficiente material médico y se vieron obligados a reutilizar monos, guantes e incluso mascarillas. Varios compañeros cayeron enfermos, alguno de ellos grave. Poco a poco van quedando sitios en planta, pero las UCI siguen llenas. Durante los primeros días, tuvieron que ampliar la disponibilidad de camas y respiradores de treinta y cuatro a noventa plazas. Eso solo fue posible adaptando las secciones de pediátrica, neonatología y una sala de espera para rayos X. El chico se muestra preocupado por lo que pueda suceder en un futuro, pues hoy trece de abril, se han retomado las actividades esenciales en todo el país con un número de ingresados que sigue siendo preocupante.
Un grito amortiguado se escucha desde el baño y da por terminada nuestra conversación. Mi interlocutor me da la espalda y se dirige velozmente al lavabo para abrir la puerta.
—¡Chico, no hay nada que hacer aquí! —exclama Marcel desde la taza.
Quizás le falte comer fibra o quizás solo quisiera levantarse del catre. Eso nunca lo sabré.
Por lo que respecta al COVID, sigo preocupado por mi posible contagio. A lo largo del tiempo, he aprendido a identificar las superficies susceptibles de representar un peligro para mi. Cada vez que pulso un botón del mando a distancia o del control remoto de la cama, me embadurno el dedo con gel hidroalcohólico. Cuando voy al váter o me doy una ducha, sobran palabras. No dejo de gastar montañas de papel higiénico. Pero ahora que Marcel puede levantarse de su sitio, debo tener aún más cuidado.
En cuanto el enfermero saca al abuelo del cuarto de baño, Marcel tiene un arrebato de autonomía e intenta caminar por sí solo, sujetándose a lo que encuentra. Lo primero que ven sus ojos es el borde de mi cama, dónde tengo mis pies haciendo presión a causa de mi cuerpo encapsulado, pues las personas altas no somos amigas de las camas reglamentarias.
Inmediatamente después de que Marcel deje ir el plástico y se tambalee hacia la comodidad de su cama, cojo una toalla y la despliego a lo largo del borde inferior del catre, cubriendo la parte potencialmente infectada. De nuevo, es posible que solo sea un solaz psicológico, pero también es un alivio necesario.
El trío de doctoras entra en el box en ese preciso momento y me ven haciendo estiramientos hacia el borde de la cama, o al menos doy esa sensación. La chica del bello acento se dirige a mí para explicarme que los resultados de la serología saldrán mañana, por lo que así podremos saber si he generado anticuerpos para el COVID, o cualquiera de las neumonías atípicas alentadas por bacterias.
La otra chica, toma el timón de la conversación mientras imagino si debajo de esa mascarilla debe haber una cara bonita, pues sus ojos son preciosos e inteligentes, sus palabras cálidas y amables. Pronto ese corderito, se convierte en lobo para mí, pues anuncia que aún no puedo abandonar el hospital, y mi ilusión se ve rota en mil pedazos. Todo el nerviosismo de la noche anterior ha sido en vano. Solo quiero que alguien diga que es una broma y que puedo irme a casa. Tengo unas ojeras que me cruzan las mejillas, y una palidez que alumbraría a cualquier marinero en mitad de la tormenta.
Cuando las doctoras abandonan la habitación, quedo sumergido en mis pensamientos y en cuanto me doy cuenta, me hallo hipnotizado por la teletienda y el magnífico Blade Runner Pro, un súper rodillo con el que se puede limpiar cualquier superficie de manera cómoda y efectiva, ya sea un suelo de madera o un techo de hojalata. Miro a mi derecha y Marcel duerme entre leves ronquidos.
Ahora entiendo porque pone la teletienda. En pocos minutos, yo también caigo dormido.
(Dissabte 22 d’agost, la següent entrega.)
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