(CAPÍTULO I) (CAPÍTULO II) (CAPÍTULO III)
(CAPÍTULO VII) (CAPÍTULO VIII) (CAPÍTULO IX)
(CAPÍTULO X) (CAPÍTULO XI) (CAPÍTULO XII)
CAPÍTULO VI
A las doce del mediodía, el personal de cátering nos trae el almuerzo. «Creo que no se han dado cuenta de en qué país vivimos. A esta hora desayuno yo en mi casa», murmuro en mis pensamientos. Estoy exhausto y cualquier nimiedad me irrita.
Mientras me peleo con el táper de comida, tal como Marcel hacía con su donut, una doctora entra en mi habitación. Poco puedo decir de sus facciones, pues lleva puesta la mascarilla. Tiene unos ojos bonitos, pero lo que más me cautiva es su acento a la hora de hablar. Se nota que es extranjera, pero pone un gran empeño a la hora de seguir la conversación en catalán. Me ponen contento las personas que se esfuerzan para aprender el idioma del país en el que viven. Merecen mi respeto y admiración. Y lo que es más importante: merecen dar ejemplo a las personas que carecen de esta sensibilidad.
Vuelvo a contar mi historia a la joven doctora. Ella vuelve a auscultarme. Vuelve a sentir los crepitares en mi lado izquierdo. Vuelve a pensarme como un posible caso de COVID.
Yo vuelvo a transmitir mis discrepancias, aunque tímidamente, no fuera el caso de que estuviera equivocado. Ella vuelve a reafirmar su teoría: los enfermos de neumonías comunes no duran doce días sin ir a peor, y estamos en una época de casos como el mío.
Aun así, decide no empezar el tratamiento por COVID hasta que no estemos seguros de ello, y me receta un antibiótico que actuará en pos de mi mejora, tanto si tengo el virus, como si ha sido una bacteria la que ha provocado la neumonía. Además, la enfermera pasará más tarde para hacerme un nuevo frotis. Estas pruebas no parecen muy fiables, pues varios pacientes han dado negativo y se les está repitiendo la prueba a todos ellos.
Antes de que la médica abandone el cuarto, vuelvo a mencionar lo que más me preocupa.
— ¿Qué pasará si no tengo el virus doctora? Comparto habitación con alguien que lo tiene.
— Eso sería poco probable, pero no tenemos alternativa. No hay más camas disponibles. Además, Marcel hace días que contrajo el virus así que ya no debe tener tantas segregaciones.
La segunda frase me parece una evasiva para restarle peso al asunto, pero cumple con su función y me tranquilizo un poco. El día transcurrirá sin novedades por su parte.
Marcel mira la televisión sin descanso a un volumen estúpidamente alto, pero estoy tan cansado que consigo dormir un rato.
Un par de horas más tarde, me despierta su teléfono, que retumba como un trueno en una tarde de tormenta. Es su segundo hijo, que se interesa por su estado. La enfermera entra y sale constantemente, para revisar el nivel de la bolsa de sangre que insufla hemoglobina en las venas del abuelo. Da una vuelta a la habitación recogiendo desechos de las mesillas de noche y los tira al contenedor negro. Luego vuelve con el kit médico para tomar nuestras constantes vitales. Primero empieza con Marcel: termómetro en axila, tensiómetro en brazo y pulsioxímetro en el dedo índice. Parece que está todo en orden. En cuanto acaba, pongo especial atención a las medidas higiénicas que toma la enfermera antes de usar los utensilios en mí.
Para el termómetro se usan unas funditas de plástico protector, para el brazalete de presión arterial nada en especial, pues no está en contacto con superficies susceptibles de contener el virus. Ahora bien, sin ningún miramiento, la enfermera me coge de la mano y pinza el medidor de pulsaciones en mi dedo. La chica de la mañana se preocupó por pasar un trapo húmedo por el aparato, pero esta trabajadora se decanta por un método más directo y holgazán, y presupone que la pinza está libre de virus o que yo ya estoy infectado y que, un poco más de carga viral no me dará ningún atraco. Tengo febrícula, pero por lo demás estoy bien. En cuanto la enfermera sale del box, me embadurno el dedo con el gel de manos y me levanto de la cama para hacer mi primera visita al váter.
Así como la última chica no ha tomado las suficientes precauciones para garantizar mi seguridad, pongo en duda que el resto de personal médico, sea más precavido que yo. Cualquier despiste a la hora de tocar superficies con sus guantes infectados, puede suponer un riesgo para mí. Así pues, cojo un pañuelo de una cajetilla y abro la manecilla de la puerta cual forense. Una vez dentro del baño, examino mi alrededor. A mi izquierda, el lavabo. En frente, el váter y un pequeño compartimento dedicado a la ducha. A mi lado, el contendedor de la ropa sucia, que sorteo con cuidado.
Para levantar la taza del inodoro, arranco unos trozos de papel higiénico y los uso como guantes. Luego los tiro en el retrete y cojo unos cuantos más para hacer un donut de papeles en la taza, donde me pueda sentar de forma segura.
En cuanto termino, uso el mismo modus operandi para bajar la tapa y tirar de la cadena, ubicada tras de sí. Luego levanto la cubierta de nuevo y tiro el papel dentro del retrete. Por supuesto, no vuelvo a descargar la cisterna, pues tendría que bajar de nuevo la tapa para pulsar el botón.
Para lavarme las manos, la cosa va distinta. A la izquierda de la pica, hay un pequeño contenedor amarillo con el símbolo de peligro biológico. Está lleno de jeringuillas usadas, con rastros de sangre. A la derecha, el recipiente que contiene el pis radioactivo de Marcel, se yergue enhiesto y amenazador ante mis ojos. Todo recuerda a la escena de un crimen perpetrado por un asesino macabro y retorcido.
Abro el grifo y me lavo las manos con mucho cuidado, pues he visto cómo vertían el pis del orinal usando la pica como resguardo, y no estoy en condiciones de fiarme de la puntería de nadie.
Cuando termino, me seco las manos con papel del expendedor y lo tiro en el váter que, recordemos, tiene la cubierta subida. Valiéndome de otro papel, salgo del baño con tan mala maña que rozo la puerta con la parte anterior del pulgar. Vuelvo a sentirme sucio, por lo que entro y me lavo las manos de nuevo.
Mientras quedo hipnotizado por la espiral que forma el agua en el desagüe, y el mecánico ris ras del friegue del jabón entre mis manos, empiezo a divagar en mis pensamientos. “¿Me estaré volviendo loco?” “¿De verdad hacen falta tantas precauciones?” “Es fácil volverse paranoico en mi situación, pero… ¿y si no tengo el virus? Podría estar en cualquier parte.”
En cuanto cierro el grifo, me miro al espejo, pues estaba tan abstraído en mis quehaceres que no me he dado cuenta de mi aspecto. Me miro a la cara y no me reconozco. Nunca me había visto en paupérrimas condiciones. Por primera vez en la vida llevo una barba larga e hirsuta, por encima de la cual vislumbro el blanco nuclear de mi piel, a la que el sol ya no calienta desde hace semanas. Ojeroso y mórbido, me he convertido en una de esas almas macilentas que ocupaban con lasitud los asientos de la sala de poltronas. La desaliñada bata que me cubre parece un estropajo maltrecho, que cae por mi hombro y deja ver mi escualidez. Mis brazos están llenos de pinchazos y cardenales. No puedo evitar sentirme como un yonqui.
Procuro tener esperanza y pienso positivamente para salir de este mal trago. “Pronto voy a cortarme el pelo y a afeitarme, dejaré de toser y tener fiebre y mi única tarea será sentarme al sol con un café, y atezar mi lechosa piel”.
Al salir del baño, Marcel da un bote en su cama.
—¡Vaya, ya decía yo! ¿Dónde está Jordi? ¿Dónde anda este chico?
Nuestra relación es curiosa porque a veces intercambiamos algunas palabras, pero en cuanto intento seguir la conversación, Marcel asiente y sigue mirando la tele. Poco a poco entenderé que, en lugar de hacerle preguntas, hay que pegarle gritos.
(Dissabte 8 d’agost, la següent entrega.)
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