—¡Para aquí! —le pedí a Franz.
Estábamos ante una franquicia de una popular cadena de tiendas de telefonía. Por el riesgo de que nuestros teléfonos estuvieran también comprometidos no quedaba otra que hacernos con una tarjeta nueva y otro terminal.
Bajé del Volvo estacionado en doble fila sobre el luminoso escaparate de la tienda y cuatro minutos después volvía al coche con una tarjeta SIM y un Nokia 2.2. Conecté el aparato al cargador USB del coche y rasqué el PIN secreto que me daría acceso al nuevo número. Franz ya había estacionado al lado de una arboleda cercana, un pinar. Tenía algunos bancos de piedra sin respaldo, un lugar que hubiera sido agradable si no fuera por la cantidad de basura que poblaba los alrededores, producto del comportamiento de gente maleducada que exige entornos en buenas condiciones, pero que son descuidados y sucios.
Con la carga suficiente en el nuevo teléfono, descendimos ambos del Volvo y nos sentamos en uno de los bancos más alejados mirando al frente por si alguien se nos acercaba. Nos desvestimos para quedarnos solamente con el bañador que habíamos usado hacía poco en la piscina y que todavía estaba húmedo. No podíamos permitir que nadie nos escuchase. Entonces, llamamos al número directo del comisario John Newman.
La conversación fue rápida, limitándose John a asentir, pues comprendía lo que le explicábamos, y él mismo nos confirmó que también sospechaba de algún tipo de fuga de información por parte de la policía malagueña. Empezaba a hacerse tarde y el comisario necesitaba algo de tiempo para movilizar a los hombres. Llegaría al aeropuerto al día siguiente por la mañana.
Franz y yo coincidimos en que no era seguro permanecer en el camping, al menos hasta que llegara Newman. Volvimos a “La Buganvilla” dispuestos a recoger nuestras pertenencias más indispensables y de camino hicimos una reserva en un discreto hotel de tres estrellas.
—¡Paul! —me sorprendió la voz de Adriana Bengtsson cuando íbamos a entrar en el bungalow.
—Hola Adriana —respondí yo receloso.
—¿Os vais? —me preguntó directamente.
—No, preciosa. No nos vamos. Tenemos que salir, un asunto urgente de trabajo —me sinceré yo sin dar demasiados detalles. —Pero volveré.
La chica pareció quedarse satisfecha con mi explicación, algo entristecida, si es que no fingía, pero aceptó mi argumento.
Pasamos una noche tranquila durmiendo en el “NH San Pedro de Alcántara”. No era un alojamiento lujoso, pero una de las cosas que me agrada de la cadena española NH es que sus hoteles suelen ser muy prácticos y funcionales. Ideal para pasar una corta estancia por trabajo, como así era nuestra situación.
Al día siguiente en el aeropuerto, recibimos al comisario John Newman acompañado de tres hombres más.
—Franz, Paul, gracias por haber venido —nos saludó.
—Bienvenido a Marbella. Gracias a ti —respondió Franz Lengyel.
El Cuerpo disponía de pisos francos en la mayoría de ciudades importantes de España. No obstante, estando la integridad de la operación comprometida y la policía de Málaga probablemente implicada, no valía la pena correr el riesgo de alojarse en uno de ellos y así disparar las sospechas. Rápidamente, los cuatro hombres decidieron acompañarnos en el “NH San Pedro de Alcántara” y alojarse con nosotros. De ese modo podríamos estar todos juntos.
El resto de hombres llegarían al día siguiente por la tarde vía terrestre, así que teníamos más de un día para explorar por nuestra cuenta. Justo cuando les ponía al día de todo lo acaecido, les sugerí visitar la vivienda de Gabriel Lekfa, cuya ubicación había registrado el reloj Casio.
Nos pusimos en marcha hacia el domicilio de Lefka con la intención de inspeccionar el área y ganar tiempo. Lo primero que hicimos, muy a pesar de Franz, fue devolver el Volvo en la sucursal de Hertz y alquilar a cambio tres turismos de gama media. Un Seat León, un Citröen C4 y un Opel Astra. Franz y yo montamos en el Seat, Newman y uno de los agentes de paisano en el Citröen y los otros dos en el Opel. Eran vehículos de gama media, muy populares y de colores distintos, lo cual hacía más difícil que fuéramos identificados como un grupo.
Por otro lado, tener tres vehículos, cuando en realidad siendo seis personas como éramos, nos habría bastado con dos, nos daría mayor libertad de movimientos y reduciría el riesgo. Si interceptaban a uno, o incluso a dos vehículos, los ocupantes del tercero podrían dar la voz de alarma.
La vivienda de Lefka resultó ser una casa independiente. Estaba circunscrita en un recinto cerrado. La verja de entrada era fácil de saltar, pero lo mejor de todo fue su cerradura principal, una popular Ezcurra DS-15 vulnerable a ataques de bumping. Era una casa de sólo una planta, desde el exterior apreciábamos cierta actividad, había gente en su interior, pero no daba la impresión de ser un grupo demasiado numeroso.
No había vigilancia en el exterior, así que como si fuéramos jugadores de fútbol americano ensayando una estrategia, rápidamente nos pusimos de acuerdo en cómo enfocar el asalto.
Adopté el papel establecido y con la llave bumping abrí la verja exterior. Me subí al C4 y me dirigí a la calle a donde daba la puerta trasera de la casa. Franz hizo lo propio con el León, pero sobre la entrada principal. Con todas las entradas cubiertas, Newman y los tres agentes entraron en la vivienda.
Cinco minutos después, Franz y yo recibíamos una llamada de John Newman indicándonos que la zona estaba asegurada. Estacionamos los coches y accedimos a la casa. Posteriormente, el inspector me explicaría que en la casa estaban solamente Gabriel Lomba, el hombre del Orient Triton negro y el que me había disparado el dardo tranquilizante en la piscina.
Los policías eran cuatro, valerosos, bien entrenados, bien armados, y además entrando en la casa por sorpresa. Los tres hombres enemigos fueron pillados de improviso y detenidos sin necesidad de disparar ni un solo tiro, un hecho que si hubiera ocurrido yo habría podido oír desde el exterior.
Cuando entré en la casa de Gabriel Lomba, Franz ya había llegado y estaba ayudando a los cuatro hombres en su cometido. Desnudaban a los tres delincuentes para asegurarse que no ocultaban nada en sus ropas e, ironías de la vida, los encerraban en la sala insonorizada donde yo también había estado encerrado. Y otra casualidad más, inmovilizados con las mismas bridas de seguridad que yo llevé puestas.
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Fotografia: imatge de portada del capítol 9 | J. G. Chamorro