Desperté en el banco de un parque de una zona que reconocía. Estaba cercana a “La Buganvilla”, así que me dispuse a llegar al bungalow a pie. Miré el Casio GPR-B1000 de mi muñeca. Eran las cuatro de la tarde. O bien me retuvieron en un lugar distante, o bien me tuvieron cautivo más tiempo del que yo imaginaba.
Me costó un gran esfuerzo caminar y me dolían las piernas, como cuando se te duermen por estar demasiado tiempo en la misma posición. Unos desagradables pinchazos que parecían agujetas me machacaban a cada paso que intentaba dar.
Noté en mi bolsillo trasero que volvía a tener el teléfono móvil y tenía carga, así que realicé una llamada de voz encriptada al Telegram de Franz. Le expliqué todo lo ocurrido, informándole también de que, aunque estaba a menos de diez minutos de allí por mis condiciones, probablemente tardaría al menos veinte en llegar.
Para mí la situación estaba clara. Había una filtración y Lefka Lomba estaba al corriente de quiénes éramos y de nuestras verdaderas intenciones. De camino al camping, tuve media eternidad para reflexionar. Adriana Bengtsson podía estar implicada, es decir, podía no ser quién decía ser. Sin embargo en ese caso, no explicaba que me estuviera vigilando. Alguien más la habría advertido, alguien que supiera los detalles de la operación.
Cabía la posibilidad de que la fuga de información viniera directamente de Newman o de alguien de su equipo, pero lo dudaba. Sus años de experiencia le habían enseñado mucho y era precavido. Si había un eslabón débil, era el traspaso del operativo desde el comisario Newman hasta los efectivos locales de Marbella. Ni Franz ni yo sabíamos cuántas personas del cuerpo policial de la ciudad estaban al tanto. Por no saber, ni siquiera habíamos visto a nadie. Aquello empezaba a resultarme muy sospechoso.
Al llegar al bungalow, le hice a Franz un gesto que él comprendió de inmediato. Yo no quería hablar allí, probablemente nos escuchasen o nos estuvieran vigilando. Puse a cargar mi teléfono y, entre tanto, lo vinculé con el GPS que tenía el GPR-B1000. Efectivamente, mientras me retuvieron me quitaron mi smartphone, pero el fiel Casio de mi muñeca con su receptor de señales de posicionamiento, sabía dónde había estado. Sólo quedaba que fuera el teléfono el que tradujera las crípticas coordenadas en forma de latitud y longitud, a puntos inteligibles en un mapa.
Estas son el tipo de cosas por las que cada vez tengo más claro que confiar en un móvil es algo poco fiable. Si lo pierdes, si se te queda sin batería, si te lo roban, o si tienes la mala suerte de ser investigador privado, te secuestran y te lo quitan, te quedarás sin nada. El nuevo reloj de Casio no solamente me permitía saber la hora, la altitud, el rumbo o la temperatura, sino también la posición. Por defecto, el Casio registraba la ubicación cada minuto, se podía configurar para que lo hiciera cada cinco segundos, lo cual proporcionaba mayor precisión, sin embargo, en ese modo el consumo energético era elevado y yo siempre lo llevaba en la modalidad normal.
Instantáneamente, se dibujó en la pantalla del teléfono mi recorrido. Fui haciendo “scroll” hasta llegar a lo que me interesaba. Las nueve de la mañana, hora a la que había decidido encaminarme a la piscina. Después, la posición iba cambiando, seguía la autopista AP-7 hasta llegar a Jimena de la Frontera, un pequeño pueblecito situado a unos ochenta kilómetros de distancia del camping. Había obtenido la información que buscaba, y ahora ya sabía dónde se alojaba Gabriel, el hermano de Lefka Lomba.
Revisé el nivel de carga de mi teléfono, tenía algo más del setenta por ciento, así que era suficiente. Franz tomó las llaves del Volvo XC90 y arrancó el motor.
—¿Estás bien, Paul? —se interesó Franz.
—Sí, todo bien —le respondí repitiendo el gesto del bungalow. Temía que el Volvo de alquiler estuviera también “pinchado”. Con micrófonos o minicámaras de vigilancia.
Iba echando vistazos al espejo retrovisor del acompañante. Tras todo lo que había ocurrido, no me extrañaría que nos estuvieran siguiendo. Franz reparó en mi actitud, y haciendo él lo mismo, condujo a ritmo irregular, a veces rápido a veces despacio, girando por pequeñas calles y también recorriendo amplias avenidas. Diez minutos después, estábamos bastante seguros de que nadie nos seguía.
Ciertamente nuestros atuendos, por más veraniegos que fueran, no eran seguros. Durante mi cautiverio podrían haber incorporado algún dispositivo de seguimiento o de vigilancia en ellos. Una tecnología que hiciera innecesaria el seguirnos de cerca.
—Recuerdo cuándo pasamos por aquí —le dije yo. —Había un restaurante con una agradable terraza y una piscina. Me apetece comer algo y darme un baño.
—Sí, ya sé cuál dices. ¡No es mala idea! —confirmó Franz.
Una piscina, con sólo un bañador puesto y que a su vez estuviera cubierto de agua, era el entorno ideal para una charla confidencial. Sólo el bañador cubría nuestros cuerpos, reduciendo la posibilidad de micrófonos. Pero además, en el caso de que los hubiera, el agua acabaría inutilizándolos.
No parecía que hubiera nadie observándonos y, aunque la piscina estaba bastante llena, no nos fue complicado encontrar una esquina cerca del bordillo donde poder conversar.
Le expliqué a Franz mi hipótesis de las filtraciones, o sea, que la gente a la que debíamos suplantar estaba al corriente de nuestra operación. Él estuvo de acuerdo, de hecho sus sospechas también iban por esos derroteros. Rápidamente, nos pusimos de acuerdo en cuanto a nuestros siguientes movimientos y nos pusimos en camino.
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Fotografia: imatge de portada del capítol 8 | J. G. Chamorro.