Capítulo 2
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Ciento sesenta y ocho horas antes, o dicho de otro modo, siete días atrás, no podía ni siquiera imaginarme lo que ocurriría una semana después. Eran las seis de la mañana, y mi despertador Sony acababa de activar la radio. Había quedado en la comisaría central de policía donde Franz Lengyel Zsoldos me había citado. Franz era el dueño de la aseguradora especializada en relojería y joyería “Franz LZ Insurances”. Sospeché que si la cita era en la comisaría, probablemente el asunto tuviera relación con John Newman, anterior inspector del cuerpo, y desde hacía unos años, el comisario.
Como era habitual en Franz, no me proporcionó demasiada información sobre el asunto del que íbamos a tratar, ya estaba acostumbrado a ello. A fin de cuentas, lo conocía desde hacía años y, además de ser mi mejor cliente, era mi amigo. Me pidió que llevara ropa cómoda y que hiciera acto de presencia a las ocho de la mañana. No hizo falta que me recalcase que fuera puntual, como buen amante de la relojería siempre lo soy. Mi cerebro se debatía con el significado de ropa cómoda. ¿Querría decir unos vaqueros?, ¿significaba una equipación táctica? ¿Acaso un chándal deportivo? Mientras tanto, mi instinto había elegido ya el reloj a usar, un robusto y apto para todo Casio GPR-B1000 Rangeman. Un reloj casi de combate y que, entre otras funciones, contaba con recepción de posición vía GPS… Todo ello sin necesidad de depender de un teléfono móvil, y es que ahí estaba la gracia.
Por algún motivo activé el modo de puesta y salida de sol del reloj, anochecía a las 21:48 y amanecía a las 6:46, lo que explicaba que mi dormitorio aún estuviera a oscuras. Me vestí con unos pantalones vaqueros bastante desgastados, una camiseta de manga corta que era de mis favoritas al ser de las pocas que se fabricaban en España y unas zapatillas deportivas con el nombre de un felino. Era finales de junio y aunque no esperaba que refrescase, opté por llevarme un jersey de punto negro bastante ceñido. En caso de contacto físico o de travesías campestres, la protección que ofrece una prenda de manga larga es algo que resulta muy conveniente. Puesto que exceptuando lo de ‘ropa cómoda’ no sabía a qué iba a enfrentarme, mejor que fuera precavido.
A lomos de mi fiel Ducati llegué a comisaría un poco antes de las siete y media. Estaba decidido a tomarme un café en un bar cercano y que al ser frecuentado por los agentes abría casi las veinticuatro horas del día. Mi potencial café quedó descartado cuando me percaté del bonito color azulado que se mostraba en el aparcamiento. Era el Audi RS6 de Franz, que se encontraba estacionado en las dependencias policiales. Si él ya había llegado, lo mejor que podía hacer era entrar yo también.
—Soy Paul Davis—indiqué al centinela que guardaba el acceso del gran pórtico de la comisaría—. El comisario Newman me está esperando.
Sabía cómo iba aquello, y me disponía a sacar mi DNI para que el agente verificase mi identidad, cuando éste cogió la radio que llevaba prendida en su cinturón, y apretando un botón dijo:
—Aquí Baldomero Barrios. Diez-Cinco preparado. Paul Davis.
—… —oí unos chasquidos, pitidos e interferencias ininteligibles como respuesta.
Con tanto tiempo en la profesión estaba familiarizado con los códigos policiales, el 10-5 significaba Reunir o Reunión. El joven Baldomero simplemente anunciaba mi presencia con su jerga.
—El comisario Newman le está esperando en su despacho. Me ha informado que usted ya sabe dónde es.
—Por supuesto. Feliz servicio agente— me despedí yo.
Como casi siempre, los estores que cubrían las ventanas del despacho del comisario estaban cerrados, así que no había forma de saber si Franz estaba ahí dentro, o bien había estacionado el coche y decidió hacer tiempo en la cafetería donde yo había pensado acudir. Sólo había una forma de saberlo. Golpeé con los nudillos la puerta, esperando que fuera John Newman el que me diera paso. Sin embargo, me sorprendió que fuera la voz de Franz, que muy astutamente dedujo que yo llegaría antes de tiempo:
—Adelante Paul. Pasa.
Sentados alrededor de la pequeña mesa de reuniones del despacho de Newman, éste y Franz, aprovechaban para tomar un café en uno de los odiosos y poco sostenibles vasos de papel parafinado. A su espalda, un proyector conectado a un ordenador presentaba la imagen de un hombre. Era una instantánea de baja calidad, quizás capturada desde la distancia y sin el consentimiento del hombre. El rostro de aquél tenía el pelo corto, un bigote al estilo de Cantinflas. Me recordaba a la fisonomía de Fidel Castro de joven, antes de dejarse la barba. Lo que más me llamó la atención fue su mano izquierda, con no uno, sino dos relojes Rolex GMT Master II. El primero con caja de oro blanco y esfera plateada, y el segundo del mismo material y la esfera azul marino. Treinta y cinco mil y treinta y tres mil euros respectivamente.
—¿Quién es?—pregunté lanzando una mirada a la proyección.
—Su nombre es Sergio Cruz— aclaró el comisario.
—¿Cubano?—interrogué yo.
—Tal vez lo parezca, tiene algo de Castro, pero no. Es mexicano. Según sabemos, mantiene algún tipo de parentesco con Joaquín “El Chapo” Guzmán Loera. Ya sabe, el cabecilla del famoso Cártel de Sinaloa.
—Ya me imagino, la ‘crème de la crème’.
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Fotografia: imatge de portada del capítol 2 | J. G. Chamorro.