PAUL DAVIS, ROBO LENTO (A CONTRARRELOJ, 24)
Capítulo 7
—Ya sé lo que está pensando —me cortó Campos. —Le llama la atención que tengan la llave.
—Al principio sí. Pero en cuanto las observé, me pareció lógico que los expositores deberían limpiarse —le esquivé yo.
—Cuando abre la tienda a la mañana siguiente, una de las primeras tareas que indica nuestro protocolo, es que los dependientes revisen los expositores. Todos los relojes tienen que estar en su lugar. Sin huecos vacíos. Lo controlamos a rajatabla, y se les requiere que firmen un documento en donde certifican que todo estaba correcto. Si detectan cualquier anomalía, algo que de momento no nos ha ocurrido —dijo tocando ceremoniosamente la madera de su mesa—, avisan al equipo de seguridad, lo que nos permitiría dar con la limpiadora ladrona rápidamente.
La seguridad del establecimiento dejaba mucho que desear. Me molestaba la soberbia de aquella gente. Lo raro era que no sucedieran más incidentes. Estaban plagados de agujeros, de vulnerabilidades. Había constatado en mis propias carnes que los dependientes, al menos los dos con los que traté, no eran expertos en relojería. Sí, eran muy amables, muy apuestos y muy elegantes. Incluso hablarían varios idiomas. Pero lo que se dice expertos en relojes, no eran precisamente. Se limitaban a interpretar el guion preestablecido, y a poner de relevancia las características destacadas en el expositor y en los catálogos.
—¿Nadie se ha planteado que una limpiadora podría, sutilmente cambiar un reloj de los que se exponen por una falsificación? —apunté.
—Mmm —volvió a carraspear el subdirector general de bienes de lujo. —Bueno… Usted ya lo ha visto… Hay cámaras grabando las veinticuatro horas del día.
Parecía que Máximo Campos no quisiera ver la realidad. Decidí dejarlo por imposible. No hay más ciego que aquel que no quiere ver, como dice el refrán. Debería recomendarle a Franz que les hiciera una visita. Quizás pudiera venderles una auditoría de seguridad en las instalaciones una vez solventado el asunto. Suponiendo que lo solventase, es obvio. Porque si cada vez que miraba, encontraba una debilidad, aquello podría ser enormemente laborioso.
—Entiendo que los empleados son registrados cada vez que abandonan la boutique… —continué yo indagando.
—Sí, sí, sí. Así es —respondió Máximo con tantas afirmaciones que me dio la impresión que quería camuflar la anterior metedura de pata. —Antes de salir de la tienda se les lleva a la sala de seguridad. Allí todos los “concierges” pasan por un detector de metales, similar al que tienen instalado en aeropuertos y en organismos oficiales.
—De modo que no podrían llevar escondido un reloj, puesto que el detector lo descubriría.
—Sí.
Tras aquel interrogatorio, ya sabía lo que ocurría, y cómo desaparecían los relojes de la boutique de El Corte Inglés. Ahora necesitaba demostrarlo, y para ello, y muy a mi pesar, iba a volver a necesitar la colaboración de Campos.
—Necesitaría que me contrataran como “concierge”. ¿Tiene usted la autoridad de solicitárselo a alguna de las relojeras? ¿O debo hablar con alguna otra persona? —ese tipo de presión nunca fallaba con los presuntuosos. Pocas veces admitirían que ellos no tenían tal potestad.
—Descuide. Podré hacerlo. Deme uno o dos días, y será usted oficialmente un “concierge” en nuestra boutique.
—Estupendo. Que sea para la marca TAG Heuer, si le es posible. Recuerde que es la que más se vende, y la que más dependientes dispone. Ello me permitirá pasar más desapercibido.
Fotografia: motiu gràfic de la novel·la | J. G. Chamorro