PAUL DAVIS, ROBO LENTO (A CONTRARRELOJ, 24)
Capítulo 5
Sé que sois lectores avezados, así que seguro que os imaginabais que algo así iba a ocurrir. ¿Estaba claro no? Iba yo tan feliz con mi nuevo Kronos Pilot después de deshacerme del Zenith El Primero [NE: Ver “Crisis de identidad” en “A contrarreloj 23. Paul Davis, el Ferrari del pasado” donde Paul Davis decide abandonar la mayoría de objetos que le acompañaron durante buena parte de su carrera], así que no iba a comprarme el primer reloj que viera en el escaparate una tienda.
Como la mayoría de vosotros, llevo en la cartera varias tarjetas financieras. Algunas son de débito y otras son de crédito. Una de ellas, de Mastercard concretamente, tiene un límite fijado a mil euros mensuales. La utilizo cuando tengo que pagar compras por internet, o incluso en negocios físicos en los que no confío o de los que no soy un asiduo. Sé que, si me timan o me roban, al final el banco se encargará de que Mastercard me reintegre el dinero. Pero no me apetece que eso ocurra, así que al menos, limito los daños a mil euros. En el caso que nos ocupa, ese límite era obvio que no era suficiente para pagar el reloj. Yo sabía que fallaría, pero necesitaba ver cómo era el proceso completo de compra. Desde que el cliente entraba en la tienda, hasta que salía con su reloj.
Naturalmente volvimos a probar de nuevo y el resultado fue idéntico, tarjeta rechazada. Francisco me preguntó si tenía otra tarjeta, a lo que respondí que sí, pero que no la llevaba encima. Que descuidase, me pasaría por la tarde, y cerraríamos el trato, algo que no creo que él creyera. Muchas de estas compras se realizan por impulso. Nos encaprichamos del artículo en el momento de verlo, de probárnoslo, de llevarlo en la muñeca. Pasada esa ilusión inicial, volvemos a nuestra vida normal, y solemos olvidarnos del asunto.
Al salir de la tienda, franqueé los arcos de alarma, esta vez sí. Había un par de vigilantes en sus inmediaciones, observaban sin mucho interés a los clientes que entraba y salían. Supuse que estarían allí solamente para casos de ladrones kamikazes. Son esos que sin demasiado que perder, actúan como en un partido de rugby. Una vez han logrado que el dependiente les ponga el reloj en la muñeca, se escabullen corriendo. Aunque salte la alarma, con la confusión reinante ellos ya se encuentran a decenas de metros camuflados entre la multitud. Me imagino que a los concierges les forman en ese sentido, que no presten un reloj a cualquiera, y que en caso de sospechas, llamen la atención de alguno de los vigilantes, de forma que si el landronzuelo pretende escapar, esté suficientemente cerca del guardián como para que pueda impedírselo.
Aguardé en la puerta unos minutos. Esperaba que alguno de los dependientes se ausentara para fumar un cigarrillo. Por lo que había leído hace un tiempo, un fumador medio enciende un cigarrillo cada hora y media. Una cuarta parte de la población es fumadora. Eso me daba que entre tres y cuatro de los dependientes fumarían.
Un cálculo rápido me dio que debería esperar entre veinte y treinta minutos para que uno de ellos saliera a aspirar humo. El doble si aprovechaban ese hábito tan arraigado de salir en parejas.
Sin perder de vista la puerta de acceso, me dirigí a un quiosco cercano, y compré el último número de “Revista Relojes”. Si tenía que esperar casi una hora, al menos tener algo de lectura que me lo amenizara. Miré el Kronos, era casi la una. Localicé un banco libre con visión de la puerta, y me senté. Me concentré en la lectura, atento a mi visión periférica por si algún empleado cruzaba la puerta. Cuando terminé la lectura eran las dos y diez, había transcurrido más de una hora. Yo estaba muerto de hambre, y ninguno de los empleados había salido a fumar en todo aquel rato.
Fotografia: motiu gràfic de la novel·la | J. G. Chamorro