L’investigador Paul Davis comença les seves indagacions professionals.
PAUL DAVIS, ROBO LENTO (A CONTRARRELOJ, 24)
Capítulo 4
Me acerqué hasta la boutique, asegurándome que entraba al local con las gafas de sol puestas, como si fuera un turista más de los que abarrotaban la tienda en aquel momento. Era un recinto de medianas dimensiones, pequeño en comparación con otras relojerías como Rabat o Unión Suiza, pero bien amueblado y decorado. Seguía gozando de una gran afluencia de público, exactamente tal como yo lo recordaba.
El género estaba dividido en tres secciones. La de relojería era la más amplia, seguida de la de joyería, y finalmente la de complementos e instrumentos de escritura. Decidí reservar el plato fuerte para el final, así que opté por recorrerlas en orden inverso.
En la parte de escritura, estaba casi todo copado por la marca Montblanc, ni Graf von Faber-Castell, ni por supuesto Inoxcrom. Conté dos o tres empleados atendiendo a la clientela, que en esa zona que, era más bien poca.
En el área de joyería la mayoría de visitantes eran parejas, y quienes atendían la subsección eran mayoritariamente de sexo femenino, tres dependientas y un dependiente. Se representaban firmas como Tous, Cartier, Bvlgari o Tiffany & Co.
La sección de relojería era la que más trajín experimentaba. Muchos curiosos, es cierto, pero de tanto en tanto alguna venta. Conté ocho “concierges”, siete hombres y una mujer. Quizás el stand de más éxito era el de Omega, que estaba en plena campaña de sus Omega Speedmaster que llegaron a la luna en 1969. Claro que también lo hicieron mis gafas Randolph Engineer, y nadie me miraba. Los mostradores de TAG Heuer tenían mucho material gráfico dedicado a la automoción y la Fórmula 1, llamaba la atención un recortable de tamaño real donde aparecía el joven piloto Max Verstapen luciendo un cronógrafo de edición limitada de la marca.
Solicité ver un Breitling Navitimer que el hombre extrajo del expositor tal y como Máximo me había explicado. Me lo probé en la muñeca. Era bonito, pero al lado de mi Kronos, ni de lejos valía los 6.760 euros que marcaba la etiqueta. Su esfera blanca saturada de información con las manecillas plateadas no era demasiado legible, ni siquiera con la buena iluminación de la tienda. Así se lo hice ver al dependiente, que entonces me mostró otro Breitling Navitimer, esta vez con la esfera azul y las subesferas blancas. Respondí con que no me acababa de encajar y me apetecía probar otra marca. Con educación el concierge me hizo un gesto y me dejó marchar.
Era evidente que los dependientes trabajaban solamente para una marca, que te fueras a otra enseña, por mucho que no distara más de dos metros, para ellos era una venta perdida.
Aproveché la ocasión para preguntarle si tenían baño. Entonces hizo un gesto levantando la mano, y un hombre con el uniforme de una empresa de seguridad vino hacia mí, y me instó a que le siguiera. Me pareció que era algo a lo que estaban acostumbrados. El servicio estaba en una equina de la tienda, pero dentro de sus dependencias. No tuve que pasar por ningún arco RFID, de esos que hacen saltar una alarma si llevas algo que no has pagado, o mejor dicho, si llevas un artículo al que aún no le han quitado la etiqueta RFID.
Para los que no lo sepáis, RFID o identificación por radiofrecuencia (del inglés Radio Frequency Identification) es un sistema de almacenamiento y recuperación de datos remoto que usa dispositivos denominados etiquetas, tarjetas o transpondedores RFID. Las etiquetas RFID (RFID tags) son unos dispositivos pequeños, similares a una pegatina, que pueden ser adheridas o incorporadas a un producto, un animal o una persona. Contienen antenas para permitirles recibir y responder a peticiones por radiofrecuencia desde un emisor-receptor RFID. Las etiquetas pasivas no necesitan alimentación eléctrica interna, mientras que las activas sí lo requieren. Una de las ventajas del uso de radiofrecuencia, en lugar de por ejemplo infrarrojos, es que no se requiere visión directa entre emisor y receptor.
Aún así, a un reloj no se le puede poner una alarma, la llevan adherida junto a la etiqueta que como sabéis, es muy fácil de quitar. Si la ocasión fuera propicia, podríamos incluso salir con el reloj en la muñeca. La dificultad estribaría en convencer a uno de los concierges de que no había visto nada, que hiciera la vista gorda, y que nos dejara salir como tal cosa. Me imaginaba que los tiros de aquella investigación, iban por ese camino. La complicidad de parte del personal.
En las vitrinas de TAG Heuer destacaba el nuevo Monza que rendía tributo a los del mismo nombre de la década de los setenta. Su esfera negra y su caja también negra lo hacía elegante y deportivo al mismo tiempo. No podía ver la cifra que marcaba la etiqueta, así que dirigiéndome a uno de los dos concierges, el que había observado que me había visto cuando estaba con el de Breitling, le pedí que me mostrara el TAG Heuer Monza.
Me lo coloqué en la muñeca, el contraste era ideal, el precio: 4.950€. Le pregunté si estaba disponible en otros colores, algo que yo ya sabía que no, y también si había algún descuento. Me ofreció un diez por ciento confirmándome que no se vendía en otras variantes. Me quedé indeciso con él en la muñeca, meditando la adquisición.
En aquel instante el dependiente extrajo un catálogo de la marca, y con su indefinible acento extranjero me narró alguna de las bondades del modelo. Recubrimiento PVD, calibre 17 de manufactura propia (que en realidad yo sabía que no era cierto, puesto que tomaba como base el ETA 2894-2 y le aplicaba unas pocas modificaciones), cristal de zafiro, …
Fingí que me convencía, y que me lo llevaba. Entonces abrió el mueble inferior. Localizó una de las cajas de cartón de color negro, todas ellas muy parecidas, y revisó el adhesivo que indicaba la referencia “CR2080.FC6375”. Entonces la cotejó con la del catálogo en papel, y retóricamente expuso:
—Aquí la tenemos.
La caja exterior era como la de la mayoría de modelos de la marca, variaban solamente un poco en cuanto a tamaño. No hacían referencia al modelo Monza, sólo unas letras plateadas con “TAG Heuer. Swiss avant-garde since 1860”. ¡Qué bien hacía el marketing TAG!, como si esos relojes, o incluso esa marca tuviera algo que ver con lo que hacía en 1860 Edouard Heuer, cuando aún se llamaban Uhrenmanufaktur Heuer AG.
Abrió la caja, y apareció un estuche recubierto de piel en donde sí se hacía referencia al modelo Monza, y en la cual una alfombrilla naranja mantenía el reloj en su posición.
Asentí satisfecho, y el hombre me acompañó hasta una estancia separada en la cual dos señores, ambos rondando los cincuenta años, y que éstos sí que parecían estar contratados por El Corte Inglés, se sentaban tras una mesa donde cerraban las compras. Me anoté mentalmente preguntarle a Máximo Campos si estaba en lo cierto, y eran empleados de los grandes almacenes o de las marcas.
Uno de los hombres estaba libre, guardando la compostura en su butaca, y con un ademán bien ensayado, me ofreció tomar asiento.
—Gran elección. —me congratuló el hombre con la caja del Monza en la mano.
—Es bonito, la verdad. —complací.
Por sus palabras me di cuenta que apenas sabía nada de relojes, había reconocido la marca, y poco más.
—¿Cómo desea pagarlo? ¿En efectivo o con tarjeta? ¿Tal vez desee financiarlo?
—Con tarjeta, por favor.
—Perfectamente. —repuso él de forma fría. Probablemente el pago aplazado le proporcionaría una mejor comisión, así que seguramente esperaba algo más de mí.
Sabía que una vez asegurasen el pago, entonces sellaríamos la garantía, me emitirían la factura, y en el caso de relojes con brazalete, lo ajustarían a mi muñeca. Aquel no era el caso, puesto que el Monza se vendía solamente con una correa de cuero en color negro y de aspecto muy “Racing”.
Escaneó el código de barras y preguntó al aire:
—Cuatro mil novecientos cincuenta. ¿Correcto? —entonces deletreo la referencia. —Ce, erre, dos, cero, ocho, cero, efe, ce, seis, tres, siete, cinco. TAG Heuer Monza. Si, todo bien.
El dependiente que había efectuado la venta, y que todavía estaba situado a mi espalda, lo corrigió:
—Francisco, aplíquele al caballero el diez por ciento de descuento que le he ofrecido.
El tal Francisco, sonrió teatralmente. Pulsó entonces una tecla en el ordenador que hacía las veces de TPV (Terminal de Punto de Venta), y que era idéntico al que vemos en Hipercor u OpenCor demostrándome que, si con sólo apretar un botón me aplicaban la oferta, quería decir que ya estaba estipulada de antemano. Probablemente era un artificio más de la venta, y lo harían con casi todos los clientes.
—Se le queda en cuatro mil cuatrocientos cincuenta y cinco euros. —me dijo francisco mostrándome los dígitos verdes de la pantalla del terminal para que verificara que el importe era correcto.
Saqué la tarjeta de crédito de mi cartera, y se la entregué a Francisco. Él introdujo la cantidad en el aparato de cobro con tarjeta, y al que curiosamente también denominan TPV, y me lo entregó:
—El PIN, si es tan amable.
Introduje el PIN, y le devolví el TPV. El aparato negoció informáticamente a través de su conexión de datos 3G con uno de los servidores de Mastercard. Éstos evaluaron mi tarjeta de crédito, y procedieron a solicitar a mi banco un aval digital. Por motivos de confidencialidad, la entidad bancaria nunca proporciona al comercio el saldo disponible en la tarjeta. Tampoco lo necesitan. Solamente confirma si puedo o no puedo pagar el importe de la compra. De cara a Mastercard en este caso, no le importa si es porque tengo mucho dinero en la cuenta, o porque tengo capacidad de crédito por parte del banco. Sólo quieren asegurarse de que pueden cargarme esa cantidad, y que con una probabilidad superior al 99,9% con tres decimales no seré un moroso. Su evaluación de riesgo determina que podré abonar esa cuantía. Nuevamente, no les importa si desde el banco lo hago a toca teja, o en pago fraccionado. Mastercard le dice a ECI, que soy de fiar en cuanto a los 4.455€. Naturalmente, si la cuantía fuera diez o cien veces superior, los resultados serían muy distintos.
Todo eso que os he explicado ocurría en el transcurso de menos de cinco segundos, la mayor parte del tiempo malgastado en encender el chip de radio, es decir, el pequeño teléfono móvil que incorporaba el TPV. Vi como la cara de Francisco se tersaba como si hubiera recibido una sobredosis de Toxina Botulínica o Botox.
—El sistema dice que la tarjeta no es válida. —expuso educadamente. —Pero no se preocupe, estas cosas pasan de vez en cuando. Tanta tecnología, y al final ya ve… ¿Lleva encima algún otro método de pago?
Era una frase hecha que ya había escuchado en alguna otra ocasión. Por algún motivo se referían a un método de pago alternativo. ¿Acaso si hubiera llevado esa cantidad en efectivo habría pagado con la tarjeta? No, por supuesto. El hombre pedía si tenía otra tarjeta bancaria con la que pagar. Como me molestaba la expresión pensé en gastarle una broma, al apurado Francisco. Algo que jugase con el “otro método de pago”. No sabía si mostrarle mi monedero electrónico de Bitcoins, preguntarle si aceptaban monedas de oro, o inquirirle que me lo convirtiera a pesos dominicanos. Pero finalmente, me contuve.
—No lo siento. Es la única que tengo encima.
—Lo volveremos a intentar… —se conformó él.
Fotografia: motiu gràfic de la novel·la | J. G. Chamorro