PAUL DAVIS, ROBO LENTO
(A CONTRARRELOJ, 24)
Capítulo 2
Tras presentarme en el vestíbulo del edificio, e identificarme, me hicieron ascender hasta la decimoprimera planta. Si la seguridad les importaba, aquello no parecía ser lo más inexpugnable del mundo. ¿Qué ocurriría si mi documentación fuese falsa y yo no fuera quién decía ser? El procedimiento habitual era que un extraño nunca accediese sólo a las dependencias de la empresa. Bien porque le acompañase el anfitrión en persona, alguien de su equipo, o un miembro del cuerpo de seguridad.
Mientras me encaminaba a su despacho, mentalmente planeaba mi ficticia incursión ilegal a sus dependencias. Había cámaras de seguridad visibles, así que probablemente habría muchas otras que no veía. Seguramente desde la garita de control, quizás oculta en alguna de las plantas subterráneas me observaban. Pero, ¿con cuánto detalle? Estimé que podría haber en la zona un centenar de cámaras. ¿Cuántos empleados habría observado sus imágenes? ¿Diez como mucho? Tocaban a diez cámaras por persona, demasiado como para que no se les pasara por alto cualquier detalle. Eso sin tener en cuenta que podrían despistarse mirando su teléfono móvil, que tuvieran que ir al baño a orinar…
Era cierto que todo estaría grabado, pero al fin y al cabo, si me adentraba en el edificio, conseguía lo que fuera que en mi plan mental quería conseguir, y lograba abandonarlo, estaría a salvo.
Se abrieron las puertas del ascensor en el piso once. El suelo era de parqué, como el de un bufete de abogados de prestigio. En el distribuidor había un pequeño directorio colgado en la pared. Figuraban nombres y cargos de la empresa, la mayoría directivos de medio rango como era el caso del subdirector general de bienes de lujo al que yo iba a ver.
La única medida de seguridad era una guapa pelirroja de no más de veinticinco años. Ocupaba un taburete elevado tras un mostrador. Hubiera sido fácil vencerla y colarse en las dependencias de la planta. Había un cartel que anunciaba los servicios. Podría dirigirme a ellos, esperar dentro, aunque fueran dos horas, y en cuanto la pelirroja se ausentara para recoger documentos de una impresora, o para hablar con algún compañero, colarme.
Esta vez sí que salió un hombre a recibirme. Vestía con un traje azul marino de líneas clásicas, me dio la impresión que sería un Emidio Tucci, una de las marcas propias de la empresa. Así todo quedaba en casa. No llevaba reloj, sólo una pulsera inteligente. Aquello me dio mala espina, no por nada, pero ¿cómo de amante de los bienes de lujo podría ser alguien que no lleva reloj? Miré el Kronos Pilot de mi muñeca, eran las diez y diez de la mañana.
—Buenos días, señor Davis —se presentó el hombre estrechándome la mano.
Se llamaba Máximo Campos, algo que yo ya sabía, obviamente había preguntado por él en la recepción, pero que creo que no os lo había explicado. Tenía una voz grave y pausada, un tanto desesperante.
—Buenos días, señor Campos.
Me hizo pasar a un confortable despacho decorado con mobiliario moderno y bastante minimalista. Estaba ornamentado con algunos posters enmarcados de Cartier, TAG Heuer, y uno de Omega en donde se veía la Luna llena de cráteres y que conmemoraba el cincuenta aniversario de la llegada del hombre a la luna a bordo del Apolo XI.
Me explicó que El Corte Inglés o ECI, además de vender joyería y relojería en sus centros, dispone en algunos de ellos de boutiques. Algo que yo ya sabía. Son unos departamentos que parecen independientes, y donde ofrecen joyas y guardatiempos mucho más selectos que los que exponen en las áreas generalistas.
Las boutiques pertenecen a El Corte Inglés, aunque en ellos actúan como una especie de intermediarios. Cobran a las marcas por tener su espacio privilegiado en esa zona, más dinero cuánto más grande sea el espacio y, en general, los dependientes también los pone la propia marca y no El Corte Inglés. Ellos se limitan a proporcionarles el espacio y los servicios básicos en cuanto a limpieza, seguridad, facturación, etcétera.
En las últimas semanas, habían ido encontrando estuches vacíos de relojes, la mayoría de TAG Heuer, pero también de Omega, Breitling y Panerai. Aquello tenía su lógica, dentro de los relojes de lujo, probablemente TAG Heuer era la marca más popular, y asequible, se vendían más, de manera que eran los más fáciles de sustraer sin despertar sospechas, y los más fáciles de revender.
En varias ocasiones había acudido a alguna de sus boutiques, eran sobre todo visitadas por extranjeros, solían estar bastante masificadas, y la variedad no es que fuera muy amplia. No eran de mis favoritas, desde luego. Sí que recuerdo que tenían expositores, cerrados con llave, que estaban dispuestos sobre armarios que también estaban cerrados. Si querías probarte un reloj, el dependiente o “concierge” como a veces los llamaban, abría el expositor, y ataviado con unos guantes de terciopelo negro sacaba el reloj, te lo limpiaba con un paño, y te vigilaba mientras te lo probabas. Al terminar, invertía el proceso y volvía a depositar el reloj en el expositor.
Cuando un cliente adquiría una pieza, algo que yo había podido ver de primera mano, abrían el mueble inferior. Estaba repleto de los estuches con las piezas que se exponían en la parte superior de la vitrina. Cogía el modelo que el cliente deseaba, lo inspeccionaba, volvía a cerrar el mueble, y acompañaba al comprador a una dependencia más discreta donde podría pagarlo o financiarlo.
Con lo que me explicaba Máximo Campos me podía hacer la composición de lugar. El “concierge” tomaba el estuche del reloj que quería el cliente, y a la hora de inspeccionarlo, se daba cuenta que estaba vacío. Guardando las apariencias, sonreiría discretamente sin mediar palabra, y discretamente cogería otro estuche lleno. Quizás al principio los dependientes pensasen que sería un error, o que incluso las cajas vacías perteneciesen a relojes que estaban en exposición. Sin embargo, tarde o temprano alguno reportaría el problema a la marca relojera que les tuviera contratados.
La marca, volvería a pensar lo mismo, que podía ser un error puntual. De nuevo se repetirían las incidencias, y la queja llegaría hasta El Corte Inglés. Podían haber transcurrido meses desde que comenzaran las sustracciones.
Fotografia: motiu gràfic de la novel·la | J. G. Chamorro